viernes, 20 de marzo de 2009

La puerta de la esperanza



La puerta verde…


Podría llamarse la puerta de la esperanza…., la puerta de las alegrías, de las decepciones.
Esta puerta significaba mucho para las niñas que allí estábamos.

Cuando llegábamos allí nos adjudicaban un tipo tarjeta en nuestra ficha.
Una era rosa y la otra verde.
La rosa era para las niñas que podían salir los fines de semana a su casa. La verde era para las niñas que se quedaban allí.
El quedarse o salir los fines de semana, días de fiesta o en vacaciones lo decidían los familiares.

Mi tarjeta era verde, eso significaba que no podría salir los fines de semana.
Mi madre vivía en una pensión, no tenía casa y no podía llevarnos allí a dormir.
Ella trabajaba mucho, demasiado.
Deseaba conseguir cuanto antes dinero para comprar una casa y poder tenernos allí con ella los fines de semana.

En el patio principal, en la parte central del muro de piedra que lo rodeaba, había una puerta verde grande.
Los domingos a las cinco de la tarde se abría esa puerta y a las siete se cerraba.
Era el tiempo de las visitas. Los familiares entraban a ver a sus niñas y estaban con ellas durante esas dos horas.

Era una sensación muy intensa la del momento previo a abrir la puerta, la espera.
La mayoría de los familiares ya esperaban para entrar nada más abrir. Otros iban llegando a medida que transcurría el tiempo.
Se percibía la ansiedad de ese primer momento. No se solía jugar, estábamos más en un estado de expectación. En espera de quién vendría y a quién visitarían.
Nos quedábamos por ahí cerca sin quitar los ojos de la puerta.

Cuando ésta se abría la gente entraba precipitadamente para aprovechar al máximo el tiempo.
Las miradas seguían fijas allí intentando distinguir entre las personas a sus seres queridos.
Las niñas que veían a su familiar iban alegres, corriendo a su encuentro.

En ese momento era la puerta de las alegrías, de la ilusión. De tener un par de horas a alguien que está sólo para ellas, hablando, riendo,….

No era así en todos los casos.
Yo no sé lo que pensarían las demás niñas cuando miraban la puerta verde y no veían entrar a sus familiares. Sé lo que yo sentía cuando eso sucedía e imagino que sería muy parecido.

Cuando estaban por abrir la puerta yo la miraba esperanzada, con muchas ganas de ver a mi madre y mi hermano, que estaba el colegio de enfrente. Si no venía mi madre mi hermano tampoco podía visitarme.
Cuando les veía entrar se me iluminaba la cara e iba directo a ellos.
Las muestras de cariño eran escasas. Apenas había abrazos. Creo que ninguno de los tres sabíamos cómo hacerlo. No éramos capaces de expresar ese sentimiento.
El hecho de estar juntos un par de horas nos evadía un poco rompiendo con la rutina diaria del colegio. Eso nos ayudaba y cada domingo deseábamos que así fuera.

No era exigente en cuanto a las visitas y las relaciones. Me acostumbré a no pedir.

Eso no quiere decir que no apreciara lo que hacían por mí. Lo deseaba y valoraba el más mínimo detalle que supusiera una muestra de afecto. El percibir ese cariño era muy importante.

Si al abrirse no les veía entrar esperaba sentada en un poyete a un extremo del patio, pero sin dejar de mirar esa puerta verde.

Pasaba el tiempo, de tarde en tarde entraba algún familiar retardado.

Antes de cruzar la puerta verde se percibía la sombra y mi esperanza volvía a renacer.
Alguna vez coincidió que era mi madre con mi hermano, que se le había hecho tarde y había llegado después.
Pero..., la mayoría de las veces, si ellos no llegaban a la hora, es que ya no venían.

Aprendí eso a medida que miraba de continuo a la puerta y veía que pasaba el tiempo y no aparecía nadie.

En esos momentos era la puerta verde de la tristeza y la decepción momentánea. Nunca de la desesperación.
La desesperación no es buena en esos sitios, uno se puede ahogar y consumir en ella si deja que se asiente.

Cuando ya se cerraba hasta la semana siguiente pasaba a ser la puerta de la esperanza, pues empezaba otra vez la cuenta atrás hasta la siguiente visita.

A las siete menos cuarto de la tarde se iba avisando a los familiares para que se fueran despidiendo.
Cesaban las risas. Se oían llantos por la despedida y la tristeza volvía a iluminar la cara de las niñas que habían despedido a sus familiares.

Esta tristeza era corta, pues a medida que transcurrían los minutos las niñas se juntaban con las amigas, compartiendo charlas y cosas que les habían traído los familiares. De nuevo vuelta a la normalidad.

Unos años después, cuando mi madre consiguió una casa, me dieron la tarjeta rosa y me iba algunos fines de semana.
No siempre podía irme, pues a veces estaba castigada sin salir por mi comportamiento.

Con la tarjeta verde quería que vinieran a verme. Con la rosa no quería irme y enfrentarme a otro mundo, a otra gente que nos miraban como bichos raros cada vez que llegábamos a casa.
A un ambiente familiar desconocido para mí e incomprensible.



La ansiada chocolatina...


Cuando recuerdo esto que aquí contaré me sonrío.

Fue una etapa bonita, donde empecé a luchar para conseguir lo que quería aprovechando mi capacidad con los números.


Aunque no fuera corriente allí, a mí siempre me gustaron mucho las matemáticas. A falta de juguetes, jugaba con los números desde muy pequeña.
Me gustaba utilizarlos en mi mente haciendo cuentas. Aprendía números teléfonos, matrículas de coche, memorizándolos con facilidad.

En ese colegio le daban importancia a la agilidad con los números. Las matemáticas era una asignatura muy importante. Y a mí me apasionaba esa asignatura.

Tenía ocho añitos y estaba en segundo curso. Recuerdo muy bien cómo era esa clase. Sobre todo el reloj de cartón grande que tenían colgado en un extremo del aula.

La profesora, para motivarnos con las tablas, decidió premiar a la primera que se las supiera bien. Premiaba la agilidad mental, la rapidez con las cuentas.
Con una vara grande, señalando el reloj, preguntaba de improviso a cualquier alumna por un número y de forma salteada. Teníamos que decir cuanto antes el resultado de la multiplicación.
A la niña más rápida en decir varios resultados sin equivocarse le daban la chocolatina.

Creo que ahí empezó mi afición al chocolate.
Me encantaba jugar con los números y encima regalaban chocolatinas por ello. Así que cada vez que la maestra nos preguntaba por la tabla, el chocolate me lo ganaba yo.
No sé el tiempo que duró lo de las chocolatinas. Fue un grato recuerdo que me ayudó a controlar y conocer los números disfrutando de ellos.

Había veces que no me preguntaba por eso, para no dármelo.
Se les hacía muy raro a las monjas que una chica tan rebelde destacara en las matemáticas. Para ellas era incomprensible.

El saber matemáticas ha sido una parte importante en mi formación y que me ha ayudado mucho después de salir de ese colegio. Me daba una seguridad que me ayudaría a lo largo de mi vida.
Ello me motivó a seguir estudiando y descubrir otras aptitudes mías que desconocía.

uxue


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