lunes, 27 de abril de 2009

Nueva etapa escolar

Equipo de baloncesto





Un par de años antes de irme del internado decidieron hacer obras en el colegio.


Empezaron por el exterior e hicieron un patio mejor. Arreglaron el suelo y pusieron unas gradas de piedra para sentarse. Trajeron unas canchas de baloncesto, muy altas para nuestra altura en ese momento, pero no fue impedimento para que no las estrenáramos.


Allí, en ese patio pasaría mucho tiempo jugando a baloncesto.


Vino una mujer de fuera, que jugaba en un equipo de mayores y nos empezó a entrenar.

No era alta y a simple vista daba la impresión que no sabría jugar, pero estábamos erradas. Ella jugaba muy bien, fue base de su equipo. Era una persona agradable y con mucha paciencia.

Ella me enseñó mucho en este deporte, que me apasionó desde el principio y que me ayudó en mi forma de relacionarme y de abrirme a los demás.


También me venía muy bien como válvula de escape en la rutina diaria. Allí me olvidaba de todo, sólo pensaba en jugar y disfrutar.


Cuando estaba jugando y entrenando lo daba todo. Luchaba hasta el final, aunque el partido fuera muy difícil y pensara que era imposible ganar.


Para mí el entrenar y jugar lo era todo. Ya lloviera o nevara, siempre estaba dispuesta a jugar.

Creo que de haber estado enferma en esa época habría sido lo mismo, nada me habría parado.


Entonces jugábamos con faldita blanca, unos pololos blancos y un niki granate. Yo tenía el número nueve, que pasó a ser mi número favorito durante mucho tiempo.


Cada vez que me ponía la ropa del equipo para el partido sentía un cosquilleo especial. Era el principio de todo. Luego salíamos a calentar previo al partido y enseguida a jugar con una gran ilusión, peleando hasta el final.


Recuerdo que unos años después me escayolaron el brazo derecho y no dejé de entrenar. Me vino bien para aprender mejor con la izquierda.

Entonces entrenábamos en un colegio de Carabanchel, pues el entrenador nuevo era de allí. La distancia de mi casa a ese colegio era de más de hora y media, pero eso nunca impidió que faltara a un entrenamiento y menos a un partido.


El baloncesto era mi vida, lo necesitaba y mi ilusión era tremenda.


Estando en el internado se hicieron unos cursillos de entrenadora de ” minibasket”, para pequeños y aproveché para sacar el título.


Cuando estudiaba la carrera hice el cursillo de árbitro de baloncesto para arbitrar a los niños de edad escolar. A veces era tremendo. Nadie quería perder y lo fácil solía ser culpar al árbitro.


Fue una etapa bonita en la que disfruté mucho de ese deporte.


Seguí practicando el baloncesto unos años más, hasta venirme aquí y casarme.


Ahora, aunque me sigue gustando, ya no lo vivo como antes.


Antes formaba parte de mi vida, de mi día a día. Lo necesitaba.


Ahora sólo soy una espectadora más de este deporte.




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Cambio de colegio






Poco a poco llegaba a una nueva etapa escolar...


Cuando terminé octavo de primaria, mi madre, y con el consejo de las monjas del colegio, decidió que haría el bachiller o B.U.P, como entonces se pasó a llamar.


Este nuevo colegio era religioso también y no era gratuito. Mi madre tenía que pagar porque estudiara allí.

Pude haber ido a un colegio público, pero ella quería que fuera en éste.

Es algo que tengo que agradecerle mucho. No estaba aún preparada para ir a un colegio diferente al que había estado tantos años metida. El cambio habría sido demasiado brusco y creo que me habría perjudicado.

Apenas tenía dinero, pero no le importaba trabajar más para darme unos estudios.


El nivel de estudios era bastante alto y enseñaban muy bien. Eso me ayudaría a adquirir la base de la que carecía en ese momento y que ha sido mi etapa principal de formación académica.


Yo entonces no lo deseaba, no quería seguir estudiando. Pero tampoco quería estar todo el día en casa. Así que decidí hacer el bachiller. De esta forma estaba casi todo el día en la escuela.


Era una escuela de día, no era internado y después de las clases había que ir a casa.

Me pillaba bastante lejos de mi domicilio. A más de una hora y media de distancia.

Todos los días recorría trece estaciones seguidas y luego la caminata de una media hora hasta casa.


Los primeros meses del bachiller solía ir de la escuela nueva al internado anterior para estar con las amigas de antes. Todo con tal de no ir tan temprano a casa y no tener que estudiar.


La primera época de estudio fue un desastre. Aprobaba las cosas más difíciles como las matemáticas y la lengua española, donde tenía facilidad sin estudiar y suspendía la historia y lo que era más de hincar los codos.


Yo quería dejar de estudiar y mi madre y la directora del nuevo colegio insistían en que tenía capacidad y que era una pena que no siguiera.


Recuerdo que en esa época, estando en un pueblo de Segovia en casa de unos familiares, me caí de una buena altura y fue la única vez que me tuvieron que escayolar. No tenía nada roto, sólo me molestaba, pero mi madre insistió tanto en que me escayolaran que el médico aceptó.


No sé por qué, ni el momento concreto, pero sí recuerdo bien que a raíz de esa caída es cuando empecé a plantearme mejor los estudios.


Empecé a estudiar poco a poco y me daba cuenta que entendía las cosas y que no me costaba tanto como pensaba.


Las trece estaciones diarias en el metro contribuyeron a mi estudio, pues era donde me dio por leer y comprender que tenía capacidad para el estudio.


Al principio los profesores se mosquearon conmigo en los exámenes por el cambio de notas. Pues de sacar suspensos en historia y Naturales, mejoré notablemente y los primeros controles estuvieron vigilándome.

Poco a poco ellos también empezaron aceptar que había cambiado de veras y que deseaba aprender.


A partir de entonces no volví a suspender una asignatura. Es cierto que algunas me costaban más que otras, pero estudiaba todo y sobre todo en clase atendía y preguntaba mucho.

El aprovechar el tiempo de clase era lo que más me ayudó en los estudios, pues ahorraba mucho tiempo luego a la hora de repasar las lecciones.


Lo mío no era sólo estudiar. Al llegar a casa tenía que hacer las cosas de allí, tanto la casa como la comida, ya que mi madre seguía trabajando en dos lugares y yo tenía que preparar las cosas para mi hermano, para ella y para mí.


Fue una etapa diferente, con varios altibajos y que supuso un cambio radical en mi forma de ver las cosas y mi actitud ante la vida y la gente.


La directora, que por cierto también era monja y que me ayudó mucho en esta etapa, me diría después en más de una ocasión, que había cambiado mucho, que tuvieron miedo de que yo en algún momento tirara la toalla y dejara de estudiar.

Ella estaba segura que de haber hecho esto me habría perdido y habría sido fatal para mí.


Y es cierto:

De no haber insistido, tanto ella como mi madre, para que siguiera estudiando yo habría salido del colegio y estoy segura de que ahora no estaría aquí contando esto.


En este colegio estuve cuatro años. Los tres de bachiller y el C.O.U


Cuando estaba en C.O.U, y poco antes de hacer los trámites sobre lo que deseábamos hacer los próximos años, pensé en hacer una carrera de químicas o biología.


Recuerdo un día, casi terminando ya el último curso, que el profesor de Filosofía preguntó en clase qué haríamos el próximo año.

La gente iba respondiendo y yo me callé en ese momento.

De pronto él preguntó quién deseaba dedicarse a la docencia y allí, y sin pensarlo, alcé la mano.

Nunca antes se me había ocurrido hacer esa carrera, pero fue oír la pregunta cuando supe inmediatamente que deseaba ser maestra.


Así que preparé los papeles de inscripción y puse en primer lugar Magisterio.


Esta ha sido una de las decisiones más acertadas que he tenido. Pues esta carrera me ha ayudado mucho tanto académica como personalmente.


Mi carrera sí que fue por vocación. Me apasiona la enseñanza. Enseñando también se aprende. Y yo he aprendido mucho en estos años.

Ojalá lo siga haciendo.


uxue



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